A inicios de los años noventa nuestro país transitaba
por una profunda precarización del empleo, con remuneraciones deterioradas
producto de la hiperinflación. En este
contexto el Gobierno fujimorista aplica un Programa de Ajuste Estructural a
través de un conjunto de medidas políticas que buscaban redefinir los roles
económicos del Estado, del mercado, y las reglas del juego a nivel
macroeconómico. El Estado asumió un rol subsidiario en la economía, y en lo
laboral se orientó por un rol flexibilizador a partir de una desregulación
normativa, que buscaba vincular las remuneraciones a la productividad. Las
normas dictan expresamente que las remuneraciones deben estar directamente
vinculadas a la productividad, sin embargo, más allá de la letra, no hay una
materialización del contenido en la política laboral del régimen.
Los ejes de la flexibilización laboral peruana fueron
la salarial y la numérica. La primera se centró en la eliminación de la
participación del Estado en la definición salarial (reglas de mercado salvo al
inicio luego del fujishock), supresión de la indexación salarial (Decreto Legislativo
757) y disociación entre remuneraciones e inflación. Por su parte la
flexibilización numérica opera en sus modalidades interna y externa. La externa
posibilita la subcontratación, lo cual se evidenció con el amplio margen de uso
de las cooperativas de trabajadores inclusive para cubrir actividades
principales y permanentes de las empresas usuarias al igual que la
intermediación laboral; mientras que la interna elimina restricciones para
contratar trabajadores temporales para actividades permanentes, contratar
jóvenes fuera de la protección laboral, eliminar estabilidad laboral absoluta y
despedir colectivamente a trabajadores.
Los objetivos de la flexibilización
Fujimorista fueron el incremento de las remuneraciones y la creación del empleo.
Lamentablemente las estadísticas demuestran que ello no ocurrió[1], habiéndose incrementado
el trabajo informal sobre el formal, campeando la precarización laboral.
Asimismo, se incrementó exponencialmente la contratación eventual, teniendo
ello efectos muy negativos en la afiliación sindical. En cuanto a las remuneraciones, el valor real
de los ingresos cayó y el Estado incrementó los costos laborales no salariales
en forma contradictoria[2], lo cual demostró en
realidad más que una política laboral existió una política tributaria con
implicancias laborales.
Es en ese marco de reformas que se hacía necesaria una
nueva Constitución que otorgue legitimidad a las medidas desreguladoras.
Así, la Constitución de 1993 se expidió en el contexto
de un gobierno liberal que transitaba de una etapa dictatorial derivada de un
autogolpe de Estado hacia una etapa democrática (“democradura” o “dictablanda”
para algunos) en la que necesitaba de una norma fundamental “hecha a la medida”.
Con una mayoría parlamentaria importante, el Congreso Constituyente Democrático
(CCD) convocado tras la disolución del Congreso en el autogolpe de 1992,
redactó la Carta Magna, la cual fue aprobada mediante el referéndum de 1993,
con resultados discutidos por muchos sectores de la población.
En materia laboral la Constitución de 1993, de corte
liberal, evidenció la intención del Constituyente de minimizar la importancia
del trabajo[3]
pues además de la reducción del número de derechos laborales contenidos en su texto,
a diferencia de su antecesora (Constitución de 1979), retiró a los derechos
laborales de un capítulo especial y les negó el calificativo de fundamentales,
al situarlos fuera del Capítulo I de su Título I, que es el que recoge los
derechos de tal naturaleza.
Este “aligeramiento” del tratamiento de la materia
laboral por parte de la Constitución de 1993 se expresa de tres maneras
distintas[4]:
Primero, mediante la eliminación de buena parte de
derechos, principios o mandatos al legislador de naturaleza laboral previstos
por la Constitución de 1979. Así por ejemplo desaparece la igualdad salarial entre hombres y mujeres, la
preferencia del empleo de trabajadores nacionales frente a extranjeros, la
posibilidad de llevar a cabo reducciones de la jornada de trabajo por ley o
convenio colectivo, la obligación de remunerar extraordinariamente el trabajo
que supere la jornada ordinaria, la compensación por tiempo de servicios, el derecho al pago de gratificaciones,
bonificaciones y demás beneficios sociales, la promoción pública de la higiene
y seguridad en el trabajo, el fuero sindical, la retroactividad benigna de las
leyes laborales, entre otras disposiciones.
Segundo, se limita el contenido a determinados
derechos o principios laborales de vocación tuitiva, como el derecho a la estabilidad
en el empleo, de participación en la empresa o el derecho de huelga. La
Constitución de 1993 introduce a la protección contra el despido arbitrario en
vez de la estabilidad laboral dejando en manos del legislador la decisión en
relación al nivel adecuado de protección. Ante ello, surge la jurisprudencia
del Tribunal Constitucional como garantía para dotar de contenido a la limitada
regulación constitucional en materia de estabilidad laboral. En efecto, a partir de precedentes
vinculantes, como relativo a la reposición en el empleo (expediente No. 02006-2005-PA/TC
-caso Baylón), al impedimento de solicitar la reposición debido al cobro de la
indemnización legal por despido (expediente No. 3052-2009-PA/TC- caso Yolanda
Garay) y jurisprudencia constitucional vinculante, como la que desarrolla la
reposición del personal de confianza, o la causalidad en los contratos
temporales, el TC ha establecido criterios de tutela del derecho fundamental al
trabajo y el derecho a la estabilidad laboral. En cuanto al derecho de huelga,
el TC regula su contenido esencial en la célebre sentencia correspondiente al
proceso de inconstitucionalidad de la Ley Marco del Empleo Público, Ley No.
28175, expediente No. 0008-2005-AI/TC. Respecto a la participación de los
trabajadores, el cambio constitucional implica reducir dicha atribución a las
ganancias que el empleador pudiera obtener (participación en la utilidad)
eliminando la participación en la gestión y en la propiedad.
En tercer lugar,
las referencias de detalle al contenido de algunos derechos o principios
laborales presentes en la Constitución de 1979 son sustituidas por meras
alusiones a los mismos. Por ejemplo, el derecho a la libertad sindical, pasa de
ser regulado en detalle a solamente recogido de manera genérica sin precisar su
ámbito de aplicación subjetivo u objetivo, haciendo necesario recurrir a los
Convenios No. 87 y 98 de la OIT, y a los pronunciamientos de los órganos de
control de dicho organismo internacional, nos referimos al Comité de Libertad
Sindical y a la Comisión de Expertos en la Aplicación de los Convenios y
Recomendaciones.
Ahora bien, y pese a la debilitación de las
instituciones laborales en nuestra Constitución vigente, resultaría injusto, a
nuestro entender, descalificar a la Constitución como una norma que regula en
forma equilibrada a los derechos laborales. En efecto, si el contenido
constitucional resulta limitado, el intérprete deberá releer el texto
Constitucional teniendo presente lo siguiente: (i) el carácter tuitivo de los
derechos laborales y el reconocimiento constitucional del principio protector
(artículo 23) y la autonomía colectiva, (ii) los derechos laborales no dejan de
ser fundamentales al derivarse de la dignidad humana (artículo 3 de la
Constitución) y al encontrarse contenidos en Tratados de Derechos Humanos
(Convenios de la OIT) que le otorgan el mencionado rango; (iii) las
disposiciones constitucionales deben interpretarse conjuntamente con los
Tratados de Derechos Humanos (4ta Disposición Final y Transitoria de la
Constitución) teniendo además en cuenta los pronunciamientos de los órganos de
control de la OIT (expediente No. 3736-2010-PA/TC; (iv) la Constitución es un
todo armónico y que cualquier aparente tensión en sus disposiciones debe
resolverse optimizando su interpretación (unidad y concordancia práctica) como
el caso de la aparente negación al derecho a negociación colectiva de
trabajadores estatales en su artículo 42° que se resuelve leyéndolo
conjuntamente con el reconocimiento a este derecho en el artículo 28° de la
propia Constitución); (v) que el Tribunal Constitucional, como supremo
intérprete de nuestra Carta Magna complementará técnicamente aquella regulación
insuficiente que contiene nuestra Constitución.
Leída y aplicada la Constitución bajo las pautas
expresadas, consideramos que ha quedado superada aquella intención de degradar los
derechos laborales, encontrándose los
mismos reconocidos al más alto nivel en nuestro ordenamiento, lo cual garantiza
su plena exigibilidad por parte de los trabajadores.
[1] Véase un interesante estudio denominado “Flexibilización laboral en el
Perú y reformas de la protección social asociadas: Un balance tras 20 años”
elaborado por Fernando Cuadros, Christian Sánchez y Álvaro Vidal para CEPAL,
publicado en la serie Políticas Sociales Nº 175, año 2012.
[2] Por costo laboral no
salarial se entiende a aquellos pagos distintos a la remuneración que asume el
empleador. Los costos laboral no salariales se pueden dividir en dos tipos: los
que corresponden a contribuciones sociales o fondos previsionales, como son la
Compensación por Tiempo de Servicios (CTS) y los fondos de pensiones; y las cargas
u otras deducciones, que corresponden a los impuestos a la planilla, como son
los casos del entonces existente Fondo Nacional de Vivienda (FONAVI), el
impuesto a la renta, y la contribución al SE NATI.
[3] BLANCAS BUSTAMANTE, Carlos. “Las normas laborales del proyecto
de Constitución”, Asesoría Laboral, 1993, núm. 34, pág. 7.
[4] SANGUINETI RAYMOND, Wilfredo. “La protección de los derechos laborales
en la Constitución de 1993”. Ponencia presentada al II Congreso Nacional de la
Sociedad Peruana de Derecho del trabajo y de la Seguridad Social, Arequipa, 2
de octubre de 2006.